martes, 29 de noviembre de 2011
Discurso en el Seybo
Señoras y señores, la primera vez que escuché la palabra corazón, al menos la primera vez que creí entender su significado, tenía casi tres años y me encontraba abrazado a mi madre, con la cabeza apoyada sobre su pecho: ese santuario maternal, blando y tibio, que constituía para mí un refugio perfecto para el descanso y el sueño.
Pero en esa ocasión, en vez de dormir me quedé escuchando el sonido regular, parecido a un tambor, que latía dentro de ella y que a pesar de su carácter repetitivo, sonaba definitivamente más vivo y más misterioso que un tambor. Cuando le pregunté qué era, ella me respondió: es mi corazón.
Días después, cerca de la plazoleta principal, adonde me habían llevado de paseo, escuché un sonido semejante, sólo que más formidable, ya que lo podía escuchar desde lejos, y llegué a la conclusión – los niños no necesitan pensar mucho para llegar a conclusiones asombrosas – de que la ciudad también tenía un corazón, como mi madre. Algunas personas trataron en vano de explicarme que aquel ruido provenía de la fábrica de hielo. Para mí continuó siendo, en mi memoria y en mis quimeras, el palpitar del corazón de Santa Cruz del Seybo.
No hace mucho descubrí que me he pasado toda la vida, sin sospecharlo, retrazando en mis fantasías y a veces en mis textos, algunos detalles de esta ciudad que representó la totalidad de mi universo en mis primeros años. Así, he descubierto que esas palomas que a veces surcan el espacio de mis palabras son las mismas que volaban en los cielos de mi niñez; las que pasaban zigzagueantes entre los pinos, las que cantaban gravemente por el camino en declive que lleva hasta el río; las que se alineaban, calladas y presagiosas, sobre los techos de la gran logia, una casona pintada de azul que siempre lucía desierta; las mismas palomas que arrullaban mis mañanas desde los árboles del patio.
Visto desde la lejanía del tiempo –ese tiempo interior, ese tiempo vivo y palpitante, que sólo es invariable en su fluir y que a pesar de sus promesas de eternidad es para nosotros limitado y finito – desde la lejanía de ese tiempo mi infancia luce a veces como una memoria recreada, como una historia imaginada por un escritor de ficción, y como todas las historias de ficción, parece tener un principio y un final.
El principio, sin embargo, no siempre es el mismo. A veces es la noche distante en la que escribí, con una tiza de color, el número cuatro por primera vez. Otras, es la semilla que sembré frente a la casa y que al año siguiente se convirtió en arbolito, o la moneda que encontré al fondo de un agujero que había hurgado con mis pequeñas manos; o el flamboyán abatido en el jardín y cuyo derribo me hizo llorar, o las gallinas que en una triste madrugada me mostraron, con espantosa quietud, lo que era la muerte…
El final no es menos huidizo; a veces es un viaje a caballo en la planicie que lleva entre cañaverales hasta Mata de Palma, el hogar ancestral de mi familia materna; otras veces es un viaje sin retorno más allá de las colinas verdes y ocres que se alzaban frente a nuestra casa, un largo trayecto en un hermoso autobús – la mítica guagua de Memén Hernández – hacia la gran ciudad de Santo Domingo. En esa travesía, el niño que era yo simplemente se duerme para despertar en un universo de casitas de colores pasteles y de calles asfaltadas.
Entre el principio y el final de esa historia que parece ser mi infancia están mis primeros amigos: José Augusto y Judith García, Ena Hernández, y más tarde Nicolás Chaín; la vecina que tejía flores de seda y que yo, en mi inocencia, pensaba que era la ayudante de Dios encargada de crear las flores de la ciudad; los paseos hasta el badén con sus arcos de hormigón, o al viejo puente de hierro desde donde los muchachos más grandes se lanzaban sobre las profundas pozas del río…
Desde el instante de mi partida y este retorno han pasado muchas cosas, pero de alguna manera Santa Cruz del Seybo ha estado siempre presente en mí, a lo largo de mis vivencias, en mis visiones, en mis reflexiones y en mi escritura. Y como aquel piloto de Saint Exupéry que después de conocer al principito no podía dejar de evocar sus cabellos al avistar los campos de trigo, yo he cargado en mí, en un pequeño e íntimo rincón de mí mismo, el húmedo rumor del Soco, el murmullo de los pinos, el pasar de las palomas, la línea de los árboles como centinelas impecables sobre el perfil de las colinas, la visión de las oscuras rocas que sobresalen en las llanuras como lomos de bestias gigantescas, las calles en declive y la intimidad de los patios interiores…
Hoy he vuelto, y estoy aquí como un hijo pródigo que vuelve al hogar y se encuentra frente a frente con el fantasma de sí mismo y presiente que ese fantasma nunca se alejó de este sitio como si supiera que partir es una ilusión, que un fragmento de nuestra memoria nunca olvida y que una parte de nosotros, una parte íntima y secreta, nunca va a parte alguna, nunca crece y en cierto modo nunca cambia.
Ese niño que fui yo una vez – y que en cierta forma lo sigo siendo entre tantos crespones transparentes… como mi amigo y maestro Franklin Mieses Burgos, ese niño que perdura en su dimensión de nostalgia y de sueños, está feliz esta tarde gracias a quienes han tenido la gentileza de invitarme a mi ciudad natal y a quienes me han recibido con tan generosa cortesía, y al igual que ese niño intemporal yo, humilde y siempre asombrado viajero del tiempo y del espacio, también estoy feliz. Feliz, agradecido y orgulloso – y debo confesar que algo intimidado – ante este hermoso homenaje en mi ciudad natal, Santa Cruz del Seybo.
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