Tu padre había finalmente encontrado el camino a casa. Su cuerpo fláccido, apenas visible bajo un sudario de translúcidos crespones de agua, flotaba junto a la ventana.
Un niño triste como yo nos mira… susurró.
Sus palabras tintinaron en la habitación con un cristalino rumor de cardúmenes. Pensaste en Neruda y enseguida en Elisa… mi sed, mi ansia sin límites… quizás porque de ella era el libro que leías cada noche, el que guardabas junto a la cama, o quizás porque siempre pensabas en ella al despertar.
En forma casi imperceptible, tu padre se iba transformando. En ese momento giraba entre algas vidriosas, rodeado de peces con redondos ojos sorprendidos.
También él parecía un pez.
Su muerte acaeció años atrás. Se había ahogado una noche frente al litoral mientras pescaba en los arrecifes. Uno de los enigmas que aún no habías resuelto era si tu madre odiaba el pescado a causa de esas andanzas, o si al contrario, desaprobaba la conducta de su marido por su aversión al pescado y su temor al mar. Aquel día te encontrabas de vacaciones en el campo; lejos de la ciudad, del litoral. La noticia de su muerte tardó mucho en llegar hasta las serranías.
La sombra, una mancha más en la lejana loma, avanzó con lentitud por la ladera. Al rato se transformó en un hombre sobre un caballo. El caballo era gris; la cara del hombre desaparecía bajo la oscuridad del sombrero.Al llegar frente a la casa el jinete no se desmontó. Dobló su cuerpo hasta colocar su cabeza sobre las crines del caballo gris y susurró algo al oído de mi tía. Ella me miró fijamente; sentí que me mojaba con sus lágrimas. El hombre volteó la cabeza hacia mí. No veía sus ojos, sólo los adivinaba en la tiniebla bajo las alas del sombrero: dos agujeros más prietos que el resto de su cara. Después el hombre se alejó por el camino. Pronto fue sólo una mancha más en la ladera. Los brazos de mi tía me aprisionaron dulcemente.
Estos son los primeros párrafos de la página 31 de la “Las palomas de la Guerra”. Visite el Weblog de la novela.
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