Palabras de Katia San Millán, durante el acto de presentación de la novela “Las palomas de la guerra”.
Juan Carlos Mieses es ante todo, poeta. En un momento en la literatura donde es casi un sacrilegio decir de una novela que es poética, para profundo deleite nuestro, se mantiene fiel a su primer amor. Como buen amante de la palabra, la seduce y ella confiada, se entrega sin condiciones. Cual mago juguetón, hace malabarismos con ella, la convierte en metáforas luminosas, cómo director de orquesta la vuelve sinfonía, como coreógrafo le da alas a sus pasos, cómo verdadero artista esboza imágenes impactantes o sutiles según el caso, con las pinceladas sueltas y acertadas de un verdadero maestro de la forma y del color.
No puedo resistir a la tentación de citar algunos pasajes. Aun fuera de contexto no dejan de subyugarnos por su poética y sorprendente belleza:
…“metiste la mano detrás del tiempo y sacaste un objeto del pasado. Tu padre te tocó desde la muerte”.
O: …“su cuerpo flácido, apenas visible bajo un sudario de traslúcidos crespones de agua, flotaba junto a la ventana.”
Y para finalizar: …“una simple carta… que hacía burla de las leyes físicas del mundo y pesaba más entre mis dedos que sus frágiles gramos de realidad.”
Pero ese poeta, se considera un obrero. Pasa horas eliminando meticulosamente lo superfluo, buscando alcanzar la esencia, cómo si quisiera llegar a la “desnudez del alma”, acatando en buen aprendiz, los sabios consejos de Boileau a todo buen escritor, (cito en traducción libre): “Cien veces en el oficio retoque su obra, puliéndola sin cesar y volviendo a pulirla”, dejándonos como resultado, un texto impecable de una estética incomparable.
Algunos libros se leen como se da un paseo. Si lo hacemos en silencio, transformando el momento en un peregrinaje sagrado, atentos a cada detalle, a los matices sutiles de cada color, cada textura, cada olor o sonido, a las emociones o memorias que despiertan, levantando las hojitas al borde del camino porque intuimos la flor ahí escondida, quizás lleguemos a trascender el paisaje y conectarnos con algo más grande, a tocar algún arquetipo, él de la belleza o de la ternura, por ejemplo.
El libro “Las Palomas de la Guerra”, está hecho para leerse así. Los que son capaces de mirar más allá de la apariencia y ver el lado oculto de las cosas, tendrán la gran alegría de descubrir un Juan Carlos Mieses, sensible y auténtico. Podrán atraparlo en su justa dimensión, asumiendo con maestría su rol último, el de todo artista verdadero: servir de enlace entre nuestro mundo, el que llamamos con cierta ingenuidad, “real”, y el que todos intuimos de una manera u otra, el del misterio, el de nuestra verdadera esencia, invisible pero omnipresente. Pero ese mundo no está fuera de uno, el autor lo dice mejor que yo:“Todos los caminos, lo sabía, me llevarían al mismo sitio y ese sitio sólo existía dentro de mí”. En fin, es un libro para leerse con todos los sentidos y sobre todo con el corazón, ya que, cómo lo dice el entrañable Saint Exupery: “Lo esencial es invisible para los ojos, sólo se ve bien con el corazón“.
El título de la novela llama poderosamente la atención. Las palomas dejan de ser eternos símbolos de paz. Revolotean incansables,” en círculos, en vuelo rasante sobre la plazoleta” tal cómo los siniestros aviones Vampiros, o P51, augurando el inminente atropello. Se convierten en precursoras y testigos de uno de los capítulos más dolorosos y sangrientos de la historia de la República Dominicana: la guerra civil de Abril 1965, en las palomas de la guerra.
Los que vivieron o estudiaron ese momento histórico, se sentirán inmersos de lleno en él, pues el autor, en investigador riguroso, reconstruye a grandes brochazos, pero de manera magistral, la época que sirve de tela de fondo a esta historia de amor. Un amor a la vez tierno y obsesivo de adolescente; con sus altibajos, sus esperanzas un día colmadas, otro, pisoteadas.
La guerra estalla sin avisar, trastornando el universo de todos los habitantes de Villa Juana, en el cual se gestará el inicio del conflicto. Los habitantes de la Charles Piet, se verán proyectados en ese trágico torbellino con sentimientos encontrados, algunos, con una visón de un idealismo patriótico un tanto romántico al principio - fruto de la ignorancia o de cierta inocencia tal vez - hasta verse involucrados y atrapados en la cruel realidad. Será el llamado brusco y doloroso al despertar de la adultez. Será el momento de tratar de curar heridas peores que las infligidas por las balas, las del alma.
Pero no muy lejos del centro del conflicto, con todo y guerra, la vida transcurre con su falsa seguridad. El “reloj” de Lucho Gatica a pesar de las reiteradas súplicas del cantante, no deja de “marcar las horas“, Lope Balaguer y Charles Aznavour desfasados y ajenos a la situación, siguen cantándole al amor, con un entusiasmo irracional, rasando la necedad, y los boleros de María Greever, paliativos ineficaces contra el dolor y el miedo, imprimen definitivamente sus huellas románticas en esa época convulsionada.
El tiempo real del libro es lo que dura el acto de conmemoración, cuarenta años después, en homenaje a los héroes de la guerra de Abril, “esos aventureros del destino que no lograron forjar los mundos que soñaron”. Cuarenta años en un exilio auto impuesto y absurdo, que no ha bastado para borrar los fantasmas del pasado…
El protagonista es quién cuenta la historia pero no la cuenta sólo. En ese relato a dos voces, el “tú” y el “yo” se van alternando y complementando. Un recurso que dinamiza el texto a la vez que propicia cierta intimidad entre los dos que, al fin y al cabo no son más que una sola persona. Podría ser ese “tú” la voz de su consciencia? Sin lugar a dudas, pero también la de su memoria; una voz insistente que le advierte sobre el peligro que acecha a los “tristes viajeros del tiempo”, los que miran hacía atrás.
sábado, 6 de noviembre de 2010
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