martes, 19 de junio de 2012
CUARENTA Y OCHO LIBROS
Cuarenta y ocho libros. Como si dijéramos cuarenta y ocho grandes y pequeños sueños realizados al final de un esfuerzo hecho de vivencias, de reflexión, de disciplina, de coraje, de trabajo y de sacrificios. Cuarenta y ocho libros en los que, de una manera o de otra, se expone nuestra intimidad y nuestras estructuras conceptuales, nuestra imaginación y nuestra memoria, nuestro quehacer cotidiano y nuestra visión creadora y trascendente.
Si la puesta en circulación de un libro es relativamente sencilla, puesto que lidiamos con un título, una lengua, un género, un autor, un tema, un narrador y un estilo, la puesta en circulación de cuarenta y ocho libros se convierte en una misión imposible. Pero si no podemos hablar de cada libro en particular, podemos hacerlo de lo que tienen en común; aparte de la lengua, por supuesto. No es el género, ni el tema, ni el título, ni el autor… ya lo habrán adivinado: es Isael Pérez y la editorial Santuario. Santuario es un nombre más que adecuado. Denota, entre otras cosas, un templo en que se venera un tesoro de objetos preciosos. En este caso el tesoro está hecho de palabras, de aspiraciones, de intuiciones, de ilusiones, de dolor individual y colectivo; en fin, todos esos elementos que componen nuestros libros.
Hasta la llegada de Isael Pérez al territorio de la edición, una buena parte de los escritores dominicanos teníamos la impresión de ser pordioseros con nuestras pequeñas páginas manuscritas, abiertas como manos hambrientas de lectores, tendidas hacia la consideración de unas cuantas casas editoriales. Maestros o aprendices, en mayor o menor medida, éramos fáciles víctimas de la humillación, del sarcasmo o de esa sutil indiferencia que es peor que el desprecio, de parte de las editoriales que lucían como altos castillos inexpugnables, imposibles de ser conquistados por un pobre ejército de escritores desunidos y sin liderazgo (puesto que en el ejército de las Letras cada soldado se siente ser un general); así que sólo nos quedaba vagar entre las candilejas de la ciudad como nuevos personajes de Pirandello en busca de un editor, con nuestros sueños como única riqueza y nuestra fe en nosotros mismos como único aliento.
Pero he aquí que un día llega este caballero andante desde el oriente – tierra de jazmines según Rubén Darío – con una sonrisa imborrable en lugar de armadura, un optimismo a toda prueba en lugar de adarga y un corazón enorme en lugar de estandarte. No necesitó ni un azor ni un caballo con alas para liberar a los escritores del yugo de elitismo y de marginación que los oprimía y en pocos meses se convirtió en el más productivo, el más dinámico y el más accesible de los editores. Ahora bien, los franceses tienen un dicho impregnado de sabiduría popular, es decir, que ha pasado la prueba del tiempo y de las culturas y que dice: cherchez la femme; busquen a la mujer que está detrás del éxito de cada hombre. En este caso la búsqueda es sencilla: se llama Oneida y se apellida Gonzales como aquel Don Fernán que según la leyenda liberó al reino de castilla, gracias a un caballo y a un azor.
La hazaña de este caballero andante, este hidalgo de la humildad como lo describe Francisco García, marcó el inicio de la democratización del libro dominicano y sus primeros pasos – tímidos e inseguros, es cierto – por el sendero de la mundialización. Sin duda por esa abertura nos hemos colado algunos como yo con nuestros libros imperfectos, nuestras propuestas a veces emocionales y nuestras ilusiones no siempre grandiosas… Pero, ¿no es así también la vida, esa ola de carne dolorosa y breve que desde la carroña nos empuja hacia las estrellas? La vida, no la bella abstracción de algunos poetas, sino la cotidiana, la sudorosa, la que tiene cédula y serie, la real, la dura, la martirizada, la de aquí y la de ahora, la que late en nosotros con la misma fuerza y la misma angustia que en nuestros lectores.
Esta noche celebramos la labor y el triunfo de una casa editorial. Su éxito representa el primer paso hacia el nuestro. Sólo que el nuestro nunca deja de ser ambiguo, inseguro, inconstante e inasible, porque el escritor no comparte el éxito fastuoso de las élites financieras, ni el sensual y centelleante de las estrellas de cine, ni el esforzado y excepcional de los atletas, pero tampoco el muchas veces espurio, inquietante y opaco de los políticos, ni el drástico y cruento de los guerreros.
El éxito de un escritor no sólo consiste en ser editado, en ser leído, en ser premiado, en ser aplaudido, en ser reseñado; tampoco en ser celebrado por un gurú de algún movimiento literario (de esos que tanto gustan en las provincias), ni en ser incluido en alguna antología por algún grupo de poder, de esos que conspiran en las penumbras en busca de laureles y construyen sus propios templos para venerar sus vanidades y sus egos hambrientos de inmediatez y olvidan que los escritores somos criaturas hechas de tiempo y de esperanza, y que nuestras palabras son armas cargadas de futuro como nos vocea Gabriel Celaya desde su tumba. Olvidan que el último y definitivo juez de nuestros esfuerzos y de nuestras obras nos espera en el porvenir, y que nuestra lucha se sitúa en nuestro corazón y en nuestro espíritu, porque aunque estemos en paz con el mundo, siempre, junto a Machado, estamos en guerra con nuestras entrañas. Olvidan que nuestros enemigos no son nuestros colegas sino nuestros prejuicios, nuestra cobardía, nuestra ceguera o nuestra tendencia natural a buscar las soluciones fáciles.
Esta noche, dejemos de lado todo envanecimiento inoportuno; moderemos nuestro orgullo aunque esté justificado por la realización de un proyecto; olvidemos nuestras pequeñas presunciones de una gloria improbable que Tomás de Kempis ya sabía pasajera y unámonos en un abrazo común en torno a nuestra casa editorial, y en torno al hombre y a la mujer que la han edificado.
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