Discurso de Juan Carlos Mieses en ocasión de la entrega de los Premios Anuales de Literatura 2012
La vida es breve, el arte, duradero… El conocido aforismo resulta particularmente afortunado esta noche en la que las obras de algunos escritores reciben importantes galardones del Estado, y porque hablamos de obras y de escritores, creo que la ocasión también es oportuna para preguntarnos: ¿qué es un escritor?
Sabemos que la pregunta sólo es simple en apariencia; igual que otras que todos nosotros, estoy seguro, nos hemos planteado muchas veces, como: ¿qué es el tiempo? ¿Qué son las palabras? Interrogantes que nos obligan a lanzarnos en complejas elucubraciones que no nos aseguran, de ningún modo, una respuesta definitiva o satisfactoria, pues lidiamos con conceptos que nos lucen sencillos sólo porque forman parte de nuestras experiencias cotidianas, como ese tiempo que nos destila gota a gota mientras nos arrastra irremediablemente hacia el futuro; ese tiempo que todo nos ofrece y que todo nos arrebata… O como esas palabras de las que estamos hechos todos nosotros y que esconden en su interior el secreto mismo de una realidad que nos hechiza y nos estremece a la vez.
Pero volviendo a la pregunta inicial, lo primero que notamos es que entre lo que somos y lo que se supone que debemos ser personas y como escritores, se abren a menudo abismos más o menos amplios, más o menos profundos, dependiendo de los individuos y de sus circunstancias; de lo que cada uno de nosotros se exige a sí mismo; de lo que nos permite la voluntad; de lo que nos depara la suerte; de lo que nuestros valores éticos nos aconsejan o de hacia dónde nos empujan nuestros sueños y nuestras ambiciones.
Y así cómo hay personas que se aprovechan de la inocencia de los incautos para saciar sus deseos más primarios de poder o de riqueza, así hay escritores que utilizan primordialmente las palabras y las ideas como instrumentos para moldear su propia gloria o para halagar su tonta vanidad; algunos, para tratar de subir algunos peldaños en la escala social y, los más primitivos, para complacer las tendencias más frívolas de su carácter.
Pero hay otros, hacedores de milagros, tejedores de esperanzas que caminan sobre el lodo como cisnes, sin miedo a embarrarse las alas, porque son cisnes modernos y comprometidos, hechos no sólo de luz del alba, de seda y de sueño como los de Rubén Darío, sino también de indignación y de protesta.
Otros, son maestros que poseen a la vez ingenuidad y sabiduría; seres exigentes que con una obstinación y una infinita curiosidad abandonan el reino de las certidumbres para ir busca de alguna estrella, no en la inmensidad del cielo, sino en el interior del universo humano…
Algunos, la minoría, no se contentan con la satisfacción de un éxito y un renombre merecidos, y no dudan en ponen su prestigio, su talento y su coraje al servicio de la decencia y de la dignidad de su país.
Otros, en fin, sin dejar de mostrar el lado oscuro del ser humano, comparten el entusiasmo del viejo Whitman ante la magia del mundo y el embeleso de un Augusto Rodín que junto al Sena se exclama: “La vida, esta maravilla”.
Los demás somos, por lo general, un poco de todo eso, brujos, profetas, anacoretas inconformes, pensadores profundos, charlatanes extrovertidos, seres coherentes, entes caprichosos, expositores sorprendentes, escribidores decepcionantes, soñadores sempiternos o ilusos impenitentes... Pero todos, todos somos los hierofantes y los cronistas del tiempo espiritual de los hombres.
Y tanto los unos como los otros: los valientes y los cobardes, los ingenuos y los oportunistas, los exquisitos y los torpes, los cosmopolitas y los provincianos, los discretos y los exhibicionistas, los pudorosos y los prosaicos... todos contribuimos de alguna manera creando, sintetizando, rehaciendo, analizando y mostrando, pero también poniendo en duda, rechazando y denunciando un mundo y una cultura que definimos y nos define a la vez como personas y como sociedad. Por eso me gusta la frase de Héctor Tizón que dice: La tarea de un escritor no es cambiar la vida sino reflejarla, fijarla, y no dejarla morir en el olvido, para que los demás la observen una y otra vez, para que todos tengamos otra oportunidad…
¡Qué hermoso atrevimiento! señoras y señores! Tener otra oportunidad… Imagino que esa idea de la literatura como redención suena natural para todo aquel que comparte la convicción de Blas de Otero cuando dice: Si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra; o todo aquel que a pesar de los pesares ha conservado la fe en el hombre y en el carácter redentor de la verdad; o todo aquel que por encima de las tragedias humanas, vive hechizado no sólo por el sortilegio de la existencia, sino también por su complejidad, su diversidad, su continuo devenir y hasta por su despiadado acontecer.
Y aunque la idea del hombre que de alguna manera se repite en otros es una idea vieja, para mí sigue siendo absolutamente seductora como ese viejo mar o esa vieja luna. Quizás porque en el arte y en el corazón nada envejece realmente, y también porque modelamos nuestras obras con palabras de otros labios, con materiales que ya existían, con retazos que nos fueron dados, con conocimientos que hemos adquirido, con los dones que hemos heredado y un poco, con las mañas que hemos aprendido en el camino.
Ese camino de la vida, tan nuestro y tan ajeno, que comienza y que termina sin cesar; ese camino por dónde se aleja mi amigo y maestro Máximo Avilés Blonda junto a Juan de la Cruz; ese camino por el que vamos nosotros ahora con nuestras ilusiones, nuestros versos, nuestras metáforas y nuestros parlamentos que muestran y rehacen el mundo de los hombres con sus pequeñeces y sus grandezas, con sus fracasos y sus aventuras prodigiosas.
Pero, queridos amigos, como Seneca afirma que el arte es duradero, nuestras obras nacen con una ingenua pretensión: la durabilidad, con un sueño de infinito tan inocente que resulta enternecedor, y con una constante promesa de permanencia en esta vida –y aquí resalta el lado patético de nuestros esfuerzos– en esta vida que se caracteriza por su carácter pasajero y cambiante.
Pero que nuestras obras tengan pretensiones de eternidad no significa que hayan descifrado los secretos del tiempo o que por el simple privilegio de existir, se hayan liberado de las impiedades del olvido. Nuestras obras durarán más que nosotros... Pero sólo si logran recrear en los demás la sed de amor, de comprensión, de memoria, de curiosidad, de reflexión, de ensueño o de rebelión que las hizo nacer y si traspasan a los lectores la capacidad de observación, de análisis, de libertad o de indignación que nos hizo crecer espiritual, moral, política y humanamente alguna vez.
Si invitan a un ser humano de ahora o del futuro a mirar hacia el cielo y a observar la inmensidad del cosmos, no con temor, sino con la serena satisfacción de saberse parte de la eternidad aunque la eternidad sea inconcebible.
Si hacen que alguien al mirar su reflejo en el agua mansa vea algo más que a sí mismo, pero que en sí mismo contemple a todo el género humano.
Si hacen que una muchacha del Cairo o de Santo Domingo se rebele contra la injusticia, contra la corrupción, o contra la indiferencia personal y colectiva, y sienta que tanto ella como nosotros somos a veces un poco culpables de los abusos y las perversidades de algún poderoso de turno.
Si hacen que un muchacho del mañana tome un puñado de tierra y sienta que aprieta entre sus dedos su antigua carne y su patria última y se sepa parte continua del pasado, del presente y del porvenir al mismo tiempo.
Si una línea nuestra, un verso, un párrafo o una imagen, invitan a alguien a observar el vuelo de las aves o el correr de las aguas de un río y recuerde y repita junto con Bertolt Brecht: sabemos que estamos de paso y que lo diga con tranquila melancolía al constatar que hay en la muerte tanta belleza y tanto sentido como lo hay en vida, porque son dos momentos de un mismo acontecimiento.
Quizás, queridos colegas, uno de nuestros libros alcance ese destino, porque nuestras obras aunque sean el producto de una iniciativa entrañablemente personal, tienen una amplia vocación colectiva. Pueden poseer tintes egoístas, pero sus consecuencias suelen ser generosas. Se originan tal vez en la introversión, pero su ámbito es público; Sus motivaciones suelen ser íntimas, pero sus repercusiones son sociales. Nacen en el yo, en el aquí y en el ahora, pero se proyectan en los demás, en la lejanía y en el porvenir. Pueden estar dedicadas a una persona en particular, pero están dirigidas a multitudes desconocidas. Y aunque se formen en la reflexión, las animan y las acompañan siempre la emoción, lo imprevisto, lo irracional y el mayor y el más sorprendente de todos los misterios que nos rodean: el misterio de lo cotidiano.