viernes, 18 de mayo de 2012

Apología de las palabras y otras variaciones



Estos son algunos párrafos de mi libro más reciente: Apología de las palabras y otras variaciones. Mientras organizamos la puesta en circulación (despúes de la feria electoral) lo pueden adquirir en la librería Cuesta, en Santo Domingo y Santiago. JCM


Piensan algunos ingenuos, armados con conceptos pretendidamente empíricos, que las palabras están hechas de vibraciones que se diluyen en la brisa y se desdibujan en la memoria de las generaciones. Quizá tengan razón en la mayoría de los casos, pero hay palabras, como las de Heráclito, las de Borges o como las de un amigo que conocí en la calle del Conde hace muchos años – un hombre al que todos llamaban Suton – que se quedan grabadas detrás del aire como él escribió una vez – frase que yo repito sin pudor en toda ocasión después de habérmela apropiado con el mayor descaro – y que se incorporan a la corriente del pensamiento de ese otro río que es la humanidad.

Así que no me resulta extraño que en los momentos más disímiles de pronto me encuentre recordando a Suton, o a Borges, como me pasó una vez, en Bangkok, capital del antiguo reino de Siam. Era el verano; aun no comenzaba la época de las lluvias y me encontraba deambulando sin rumbo determinado, no lejos del río que atraviesa la ciudad como una serpiente cuya piel estuviera hecha de cambiantes celajes.

Desde allí vislumbraba las suaves cúpulas de los templos budistas y las torres forradas de hojas de oro del palacio real. En el calor agobiante del verano, un olor a mariscos preparados con un exceso de pimientos y de especias saturaba una brisa tan débil que apenas lograba mover las hojas de los árboles. La canícula me empujó hacia las sombras bienhechoras de un edificio de aspecto moderno que albergaba los salones del museo de Arte Contemporáneo y lucía fuera de lugar en el ambiente vetusto de aquel antiguo barrio imperial.


Al principio – buscaba más un poco de frescura que placeres del espíritu – recorrí sin entusiasmo los espacios desiertos de visitantes y al llegar a una amplia sala más fresca que las demás me senté a descansar frente a un lienzo que al principio no me llamó la atención. Representaba unas espigas de arroz inclinadas hacia el lado izquierdo. El resto del arrozal se perdía en pinceladas voluntariamente imprecisas. La técnica era sencilla, casi primitiva, los colores más bien neutros y el pintor, desconocido para mí. Mi visión de aquel cuadro cambió radicalmente cuando leí su título. Se llamaba: “El viento”.

La palabra me hizo recordar a Borges y a su cuento “el Impostor”. En esa narración hay una frase que hasta ese momento me había parecido simplemente ingeniosa: “El viento se había detenido como en un cuadro”. Creo que recordé esas palabras por contraste porque en el cuadro que tenía frente a mí el viento soplaba sin detenerse. El pintor había logrado de una manera sutil mostrar, a partir de la apariencia de las cosas, lo que es invisible a los ojos. Había pintado el arrozal para mostrar el viento. Había dibujado las espigas y usado los colores de su colección de oleos para enlazar la brisa. Lo mismo que había hecho Heráclito con las palabras cuando a través del río hablaba de la vida…

Lo que nos lleva de nuevo a Borges cuando dice: La muerte ese otro mar…Y ya la imagen no parece solamente hermosa, sino el resultado natural de una reflexión de siglos. Una conclusión inevitable del aforismo del griego. Si el río representa la vida, su final necesariamente nos lleva a pensar en la muerte, en el mar.

0 comentarios:

Publicar un comentario