martes, 17 de mayo de 2011

Una Calle...



Discurso en la inauguración de la calle Juan Carlos Mieses, el 7 de mayo del 2011

Señoras y señores, a nuestro paso por la vida, todos nosotros, además de experiencias, objetos o conocimientos, vamos acumulando imágenes. Algunas de esas imágenes, supongo que las más significativas, terminan imponiéndose sobre las demás a tal punto que resulta imposible olvidarlas y no nos dejan otra opción que llevarlas con nosotros y guardarlas en nosotros, convirtiendo de esa manera nuestra memoria en un cofre espiritual que conserva nuestros recuerdos más preciados.

En esta ocasión festiva me gustaría compartir con ustedes algunas de mis imágenes. Por ejemplo, una madrugada en el Mato Grosso, en el inmenso Pantanal que se extiende al sur de la selva del Amazonas, bajo la más detallada y la más luminosa Vía Latea que haya visto jamás. Una vieja mezquita abandonada en las afueras de Cheniní, en un pedregal del desierto del Sahara y cuyo alminar, a punto de desplomarse, se inclina hacia la Meca. La visión sobrecogedora de unas ruinas hinduistas entre la bruma de las colinas Gedong Songo, en la isla de Java, y que todavía hoy parecen habitadas por sus antiguas divinidades, o la larga mirada escrutadora que fijara en mí un zorro silvestre en una noche de los Pirineos…

Pero no sólo la naturaleza, también el arte, ha sido una fuente de imágenes inolvidables. El David de Miguel Ángel, por ejemplo, que las veces he estado frente a él ha permanecido inmóvil como para hacerme creer que por sus venas de mármol no corre la vida. Un curioso cuadro colgado en un museo de Bangkok, no lejos del palacio real, en cuyos colores el viento sopla sin parar siempre en una misma dirección. Un gran lienzo, en el palacio Pitti de Florencia, que más que el nacimiento de Venus en una caracola del Mar Mediterráneo lo que muestra es el amor de Botticelli hacia su modelo, una hermosa sobrina de Américo Vespucio, o aquel cielo multicolor y como embriagado de luz en un paisaje de William Turner que podemos admirar en una sala de arte del centro de Sao Paulo…


Pero de todas las pinturas que he contemplado, hay una que siempre ha estado presente en mí. La última vez que la vi, tenía unos quince años y todavía hoy me parece verla frente a mí, aunque sospecho que lo que ve mi imaginación no corresponde exactamente a la realidad del cuadro, ya que la memoria tiene la extraña costumbre de siempre modificar el pasado.
En todo caso, lo recuerdo de esta manera: un pequeño cuadro pintado al óleo que muestra un paisaje campestre visto desde lo alto de una cuesta. No hay personajes (al menos no hay personajes visibles, porque en cada cuadro siempre hay un ser humano escondido detrás de alguna pincelada, de alguna forma o algún color); así que no hay personajes visibles, sólo un camino de tierra con dos surcos separados por una estrecha franja de yerba. El camino serpentea suavemente para adaptarse a los pliegues del terreno y finalmente se pierde detrás de un matorral, al final de una lejana perspectiva…

Por muchos años me pregunté qué era lo que tanto me atraía en aquella obra del distinguido pintor y arquitecto dominicano Milán Lora, hasta que descubrí que se trataba, ante todo, del sujeto principal; el camino. Un camino que comienza en el primer plano y se pierde en el último y es como si en realidad naciera en el espectador y le sugiera partir hacia destinos desconocidos.

Y es que los caminos, ya se habrán dado cuenta, ejercen en mí una extraña fascinación. Quizá porque son el símbolo por excelencia de nuestra vida. Pensemos en esos caminos del mundo que nos invitan sin cesar a acompañarlos en sus andares o en esos caminos de la vida que no se contentan con invitarnos, sino que nos arrastran, con sus luces y sus sombras, sus recodos y sus bifurcaciones, hacia su inevitable final.

Y como decir calle es una manera urbana de decir camino, ustedes comprenderán que sintiera una gran emoción cuando Su Excelencia, Don José Rafael Lantigua, Ministro de Cultura, tuvo la gentileza de informarme que una calle llevaría mi nombre en esta Feria Internacional del Libro 2011.



La primera pregunta que me hice a mí mismo fue: ¿Hacia cuáles lejanos horizontes llevará esta calle? Y les aseguro que la pregunta es pertinente, porque sé por experiencia que los caminos, sin hacerle caso a la precisión de los mapas, suelen ir más lejos que su propia longitud y muchas veces son ellos los que se desplazan en nosotros y no nosotros en ellos.

Esta calle me honrará y me nombrará por unos meses. Luego, como todo lo que existe bajo el sol, su tiempo, como el mío, como el de todos nosotros, pasará, porque el destino de los caminos, como el de los hombres y como el del tiempo, es pasar.

Lo que me recuerda un verso de mi amigo y maestro Máximo Avilés Blonda, que considero el más optimista y el más valiente de todos los versos y que nunca me canso de citar:
Pasa que pasa el tiempo y cuando pasa es mejor...

Por último quiero que me permitan hacer una declaración: una hermosa y pequeña calle, por unos cuantos meses, es el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor. Por un lado es una muestra de aprecio y de respeto hacia la obra del artista por parte de la Sociedad y del Estado; por otro lado, nos recuerda, a mí y a todos los que pasarán por ella, nuestra brevedad, el carácter pasajero de nuestra vida y de nuestros afanes, y de esta manera que es la vez sutil, elegante y generosa nos pone en guardia contra el más común y el más patético de todos los pecados del escritor: la vanidad.

2 comentarios:

  1. Muchas felicidades. No pude estar presente, pero desde Santiago le envío un gran saludo.

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  2. Excelente de principio a fin. Me hubiese gustado estar ahí. Fuí otro día a deshora cuando tuve oportunidad, pues había un jolgorio colegial y pude transitarla.

    Muchas felicidades!

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