lunes, 28 de marzo de 2011

SOBRE CRÍTICOS Y ESCRITORES



Entre los escritores y los críticos ha existido siempre una relación de guerra y de amores, si se me permite parafrasear a mi recordado amigo, el poeta Freddy Gatón Arce, y en este país a menudo más de guerra que de amores cuando se trata de críticos que no tienen inconvenientes en señalar sin tapujos y a veces con cierta grosera agresividad lo que consideran defectos, deficiencias, torpezas, incongruencias, contradicciones… o lo que ellos logren, crean o pretendan encontrar en los libros que leen.

He oído decir que algunos escritores, con el libro al brazo y la pluma en ristre, han librado cruentas batallas contra uno que otro crítico a causa de algún comentario poco halagador del último hacia los primeros; batallas que no por ser verbales son menos hirientes y no por sustentarse en lo que el escritor considera una justificada indignación dejan de ser imprudentes.

Creo que antes de que un escritor se lance a batallar contra un crítico, debe recordar que se trata de un lector privilegiado (en un sentido intelectual y erudito del término) que, primero, compra el libro (lo que implica ya una ganancia para el escritor); segundo, lo lee y probablemente lo relee o al menos repasa algunos párrafos que considera importantes (por lo que muestra respeto hacia el trabajo del escritor); tercero, toma la decisión de escribir sus comentarios en forma de artículo con el propósito de compartir sus ideas con los demás (por lo que contribuye a crear nuevos lectores para el libro del escritor) y cuarto, se toma la molestia de publicar el resultado de sus esfuerzos en un diario, un libro o en la Internet, contribuyendo así a aumentar, lo pretenda o no, la popularidad del escritor.


Al final de esa cadena de acciones el escritor lee el artículo y se indigna porque el crítico ha señalado —ah, pero, ¡qué atrevimiento! —, lo que él considera los defectos de la obra o simplemente porque interpreta de una manera diferente el resultado del trabajo del escritor. Y aunque sea cierto que en ocasiones los análisis de estos mal amados críticos literarios estén embarrados de prejuicios, de incoherencias, o de alusiones de tipo personal tan injustas como impertinentes, no hay que olvidar que esos defectos no son exclusividad de los críticos y que los escritores son los primeros en cometerlos, la mayoría de las veces sin comedimiento ni pudor y a veces hasta con orgullo.

Pensar, de parte de un escritor, que el crítico es el enemigo por el simple hecho de ser severo, atrevido, jactancioso, vanidoso, injusto, estúpido o despiadado en sus análisis, es un grave error. Así como constituye una actitud infantil indignarse ante una crítica negativa sin tener en cuenta las acciones anteriores del crítico; acciones enumeradas más arriba, todas, en cierto modo lisonjeras para el escritor y suficientes para que independientemente del carácter negativo o no de la crítica éste se sienta complacido.

Los peores enemigos de la literatura en nuestra sociedad no son, de ninguna manera, los críticos literarios, sino más bien la indiferencia general y esa malsana tendencia, reinante en estos tiempos de mansedumbre, que consiste a no indignarse ante nada y en no dejarse provocar por el espíritu iconoclasta de la creatividad literaria y a veces de la misma crítica, y como aceptarlo todo equivale a no reconocerle valor a nada, creo que debemos temerle más a esa placidez provinciana tan común en el mundo de nuestras Letras que a cualquier comentario cáustico, aunque nos parezca injusto, absurdo, insultante, tonto o irrelevante de la parte de algún crítico.

Hay que tener presente que un crítico que se muestra siempre complaciente no hace más que traicionar su oficio y hacerle un flaco servicio a la literatura, y aunque nuestra vanidad —ese defecto que tanto los autores y los críticos cultivamos con delicado esmero— se sienta complacida ante el elogio, un escritor que no soporta la crítica negativa debería reconsiderar la posibilidad de no publicar sus obras.

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